La Iglesia católica mantuvo gran poder
e influencia en la vida republicana. Tenía
a cargo la catequización de indígenas, las
instituciones educativas, el registro de los
bautizos (y nacimientos), los matrimonios
y las defunciones. Tenía gran manejo de
la información. Poseía imprentas y llegaba
hasta los lugares más alejados, donde los
curas párrocos tenían contacto directo con
la población a través de sus sermones y la
administración de los sacramentos.
Luego de la Independencia, el clero
católico reforzó su poder económico. Las organizaciones
religiosas llegaron a ser las principales latifundistas
del país. Acumularon gran cantidad de
propiedades rurales y campesinos “conciertos”. De
este modo, la Iglesia consolidó su alianza
con los grandes terratenientes. Fue
uno de los pilares de las haciendas y sus
mecanismos de explotación.
La Iglesia católica fue declarada, por
la primera y las sucesivas constituciones,
como “iglesia oficial” del Estado, con un
predominio sobre la cultura y la educación.
Podía, por ejemplo, determinar lo
que los periódicos publicaban, y cerrarlos
cuando los juzgaba contrarios al catolicismo.
A cambio del poder que tenía, los
gobernantes declararon que eran “patronos”
de la Iglesia, por haber heredado el “Patronato”
que ejercieron los reyes de España. Este conflicto por
la confesionalidad del Estado duró décadas.
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